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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1981 May 26 En Busca de la Razón de Estado. Jesús Reyes Heroles

Mayo 26 de 1981

En Busca de la Razón de Estado

Trabajo presentado por Jesús Reyes Heroles, el 26 de mayo de 1981, en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares.

 

 

Estas notas deshilvanadas deben ser tomadas como guión de un estudio en marcha. En ellas está un replanteamiento y una preocupación por localizar orígenes, sabiendo que éstos determinan metas y caminos. El afán de concisión nos obliga a caer en elipsis. De antemano pedimos disculpas.

Pretendemos una búsqueda de la razón de Estado, convencidos de que los orígenes de las ideas en movimiento marcan de tal manera sus desenvolvimientos ulteriores, que es prácticamente imposible entenderlas si no se retorna a sus inicios. Ellos dan pautas para su interpretación, máxime cuando, en nuestro caso, puede decirse que desde su nacimiento la razón de Estado se enfrenta a incomprensiones y malas interpretaciones.

Si uno se aproxima a esta idea se encuentra con que su formulación moderna es precedida por cierta existencia; la razón de la polis, de la civitas, del imperio, siendo distintas están detrás de la razón de Estado. No nos proponemos encontrar en qué medida las viejas raíces influyen en el árbol; algo hay en éste de nuevo y algo de perfeccionamiento, referido exclusivamente al Estado moderno, próximo, vislumbrado, y a cuya gestación o formación contribuye la idea de la razón de Estado. Parece una idea casi eterna de la historia (1). De aquí que alguien no haya resistido la tentación de escribir la historia de la razón de Estado (2).” El tema es atractivo, sobre todo si se pudiera rastrear la idea de la razón de Estado desde su nacimiento, comprender su pleno desarrollo y precisar su extensión.

Las ideas no se extinguen al igual que los hombres. En ocasiones se declaran muertas ideas que viven; su certificado de defunción es extendido por aquellos que se enfrentan a ellas (3). Mas las ideas son casi perennes; se resisten a ser enterradas o realizan el milagro de la resurrección, que viene a ser la imposibilidad de muerte. Todo esto hace que la biografía de una idea sea radicalmente distinta a la biografía de un hombre.

Lo anterior obliga a establecer distinciones y matices. Cuando se sigue la vida de un hombre, se ve su nacimiento, formación y gestión, su cabal integración en ideas y actuación, y su muerte o degeneración a partir de determinado momento. Con una idea es diferente; puede ampliarse, reducirse, degenerar o cambiar, ser bien o mal empleada. En la naturaleza de una idea está su buen o mal uso y abuso, su condenación justa o injusta y su desfiguración para condenarla.

Las ideas parecen defenderse con mayor eficacia que los hombres de la calumnia. Surgen y resurgen con vestidura quizás distinta, con límites mayores o menores, pero con un contenido esencial. Tozudamente aguantan e incluso se alimentan de las embestidas y es ley que sobrevivan hasta el límite de su utilidad. El concepto de la razón de Estado parece defenderse por sí. Invariablemente se halla hasta nuestros días como trasfondo de decisiones estatales.

Un replanteamiento de la razón de Estado tiene obligadamente que seguir dos rutas; por un lado, ocuparse de los teóricos de esta noción, y por otro, de aquellos que siguen en la práctica de gobierno una concepción emparentada o que declarándose en contra, están imbuidos de la idea central.

Si se pesaran las distintas influencias que confluyen en la razón de Estado, habría dudas sobre cuáles gravitan más: las de sus abiertos partidarios, las de sus disimulados seguidores, las de sus inconscientes aplicadores, o las de sus enemigos sinceros o insinceros. Unos y otros, impregnados, consciente o inconscientemente, por la idea, su significado y posibles métodos.

Buscar la razón de Estado es pretensión de encontrar su racionalidad; mas no una racionalidad universal y ajena al devenir histórico; tampoco una racionalidad que sólo se da y cuaja en la individualidad histórica. Pretendemos hallar una racionalidad puesta en la historia y derivando de ella, variando de conformidad a exigencias de lo concreto y particular; ensanchándose o reduciéndose según la demanda de lo individual y ampliando o estrechando, a la luz de sí misma, lo individual y singular.

Para eludir equívocos, precisemos un punto de partida en la presente investigación: así como el poder del Estado corresponde exclusivamente al Estado, la razón de Estado corresponde exclusivamente al Estado. Con propiedad, es razón del Estado y para el Estado.

De esta manera, la razón de Estado resulta —a la clásica— la razón de ser y medrar del Estado, su base de conservación y desarrollo, y la biografía de esta idea en muchos momentos se confunde con la biografía misma del Estado.

En Maquiavelo comprendemos la construcción de la razón de Estado como directriz e instrumento del Estado, aunque radicando en y conduciendo, por razones materiales e históricas, al gobernante. Pero si nos preguntamos a quién corresponde la razón de Estado, tendremos que respondernos que únicamente al Estado. La razón de Estado desvirtuada se convierte en medio del dogma religioso, en razón dinástica, de grupo en el poder, de clase, o razón de partido. De esta manera, se despoja al Estado de una razón que sólo a él concierne.

Por otra parte, es común reparar en la razón de Estado como arbitrio o derecho del gobernante para apartarse de la ley o de la moral. No se advierte, en cambio, la imperatividad de la razón de Estado para con el gobernante: subordinación del querer o desear del gobernante a intereses que trascendiéndolos, limitan su voluntad.

No en poco ha contribuido a esto Meinecke; aclarando que en nuestros días se puede estar más allá de este autor, pero no atrás de él, debiendo replantear el problema ocupándose de aquello que sin ignorar marginó o desdeñó; entre otras cosas el pensamiento español de razón o contrarrazón de Estado. Llenando omisiones se puede ascender algunos peldaños en el tema. El historicismo de Meinecke, su propósito de ver lo individual como individual, lo evita, a pesar de los intentos por encontrar la esencia de la razón de Estado, el arribar a algo que supere lo puramente singular en el acaecer histórico de la razón de Estado, ya sea en la teoría o en la práctica.

Agreguemos a lo anterior que puede afirmarse que así como la subordinación del Estado al derecho nace como un afán por desterrar o, al menos, reducir el subjetivismo en la decisión estatal, la razón de Estado, en lo que es sustancia, pretende similar propósito: limitar el subjetivismo del gobernante mediante una razón objetiva que, al mismo tiempo que le permite actuar, lo sujete.

Sabemos que la idea, en el fondo, venía de la antigüedad; sin embargo, en ese entonces, cuando se superó por ejercicio y se pensó sobre ella, “no traspasó nunca los límites del ámbito personal”, como dice Meinecke (4). Concepto objetivo, aunque no inviolable en toda su esencia, resulta a partir de Maquiavelo quien, por lo demás, no acuña la expresión. Meinecke (5) más que una definición, realiza una descripción del concepto:

 

Razón de Estado es la máxima del obrar político, la ley motora del Estado. La razón de Estado dice al político lo que tiene que hacer, a fin de mantener al Estado sano y robusto. Y como el Estado es un organismo, cuya fuerza no se mantiene plenamente más que si le es posible desenvolverse y crecer, la razón de Estado indica también los caminos y las metas de este crecimiento.

 

Subrayemos que la razón de Estado no puede escoger ni hacia dónde ir ni por dónde ir arbitrariamente. Tampoco puede generalizar y uniformar métodos y fines para todos los Estados, “ya que el Estado constituye también una individualidad con una idea vital peculiar”, que en su singularidad modifica las leyes generales. La razón de Estado, según Meinecke, es un reconocerse a sí mismo por parte del Estado y a lo que lo rodea y de ahí deducir máximas para el obrar. Éstas, por último, simultáneamente implican una naturaleza individual y general permanente y cambiante; están sujetas a los cambios en el Estado y en su ambiente, pero deberán responder a la estructura permanente de cada Estado individual y a las leyes inmutables de todos los Estados en general (6). En síntesis, para Meinecke la razón de Estado es norma para el obrar del político, motor del Estado y ley para la salud estatal. Implícitos en esta función están el crecimiento y desenvolvimiento estatal y los caminos por los cuales deben perseguirse.

Si de algún lado se inclina Meinecke es por el peso de la individualidad estatal. Su historicismo-relativismo lo lleva a reducir, aunque no eliminar, la constante de lo estatal, en que se da la poca transformable naturaleza humana más la muy cambiante sociedad.

El problema de la difícil conceptuación del término no es, ni con mucho, imputable a una moderna definición. Está en los orígenes de la idea, proviene de las muy cercanas interpretaciones que tuercen e invierten la idea original, de tal manera que para visualizarla y entenderla hay que comprender tanto a quienes la creen y siguen como a los que la desvirtúan e invierten y a muchos que negándola la afirman.

Una gran idea —como la razón de Estado, y sobre la base de que grandeza significa magnitud, no valoración— no emerge o se da totalmente integrada; en épocas distintas su significado se amplía o se reduce. En nuestro caso, la inmutable necesidad política, madre o madrastra de la razón de Estado, extiende o acorta su alcance de acuerdo con las necesidades de la propia necesidad.

La razón de Estado nació en el siglo XVI. ¿Qué significaba entonces? ¿Qué significó en el siglo XVII, en el XVIII y en el XIX? ¿Tiene, acaso, significado en el XX?

Por comodidad y con los remilgos expresados, partimos de la naturaleza de la razón de Estado señalada por Meinecke y prescindimos del catecismo de la razón de Estado, de Ferrari, en su Historia, que nos llevaría a constantes digresiones y confusiones, pues este autor nos demuestra que carece de poder de síntesis, a tal grado que hace difuso inclusive un catecismo. No ignoramos que el definir a través de una época, en parte es cristalizar; en cambio, siguiendo la esencia en su desarrollo, en las variaciones que sufre frente a distintas circunstancias y diversos intereses se puede localizar un concepto viviente.

Ciñámonos a un elemental principio: “La «razón de Estado» considerada, no como un hecho, sino como una teoría o desarrollo ideológico, es una categoría histórica, como el concepto de soberanía al que corresponde y del que es una expresión que marca una apariencia o aspecto político, en el proceso de su secularización, cuando se constituyen los Estados modernos.” (7) Adoptamos como punto de arranque, según Miguel Reale, el principio de la razón de Estado no como un hecho, sino como una teoría o desarrollo ideológico que constituye una categoría histórica; diferimos de Reale en cuanto a que corresponda al concepto de soberanía, aunque no negamos el paralelismo de ambos conceptos en la formación del Estado moderno.

Consideramos que la razón de Estado, como núcleo ideológico a desarrollar, casi desde su aparición da lugar a prácticas de gobierno; no olvidando que tales prácticas ensanchan el núcleo, lo relajan a veces y el dan consistencia en ocasiones, prácticas que amplían y deforman la idea básica.

Esta fuente pragmática, si bien elabora criterios en torno a hechos, criterios que en alguna medida contribuyen a ensanchar e incluso profundizar la idea de la razón de Estado, en la mayoría de los casos únicamente son resultado del intento de justificar lo fáctico, lo ocurrido, y sus preceptos meras fórmulas de adecuación a lo que se presenta. De aquí que su estudio exija efectuar una tarea de poda y destilación, quehacer nada fácil, pues la hojarasca de la cortesanía y el mero oportunismo invaden insanamente el cuerpo de ideas originales, degenerando, por así decirlo, el cogollo. Mas el objetivo, lo que busca la razón de Estado, permite determinar con cierta aproximación aquello que la degenera y lo que por enfoque o coincidencia esencial la enriquece.

En esta destilación o calibrar, papel primordial desempeña la riqueza de los refranes italianos y españoles; estos últimos, sobre todo de la Edad de Oro —de 1550 hasta 1680—, (8) constituyen una forma popular, que no vulgar, de expresar pensamientos, principios o máximas que engarzan directamente con la razón de Estado o principio de buen gobierno. Numerosas frases mostrencas alimentan y hacen accesible la idea de la razón de Estado; muchas la aclaran y le dan su sentido, otras la equivocan.

Hay sobre la noción de la razón de Estado una leyenda negra: motivaciones ideológicas e históricas la explican; su origen maquiavélico incita a la condena. Si, como asienta Cassirer (9), la fortuna de los libros depende de sus lectores, la suerte de las ideas está condicionada no sólo por la capacidad para entenderlas, sino, como en este caso, cuando abren la puerta a la ejecución o praxis, por la capacidad de quienes las siguen, intentan aplicar o encuentran en ellas justificaciones o móviles diversos e incluso antitéticos a su contenido.

¿Qué decir de una idea como la razón de Estado, que es conocida en parte por su abuso o mal uso? Si el gobernante se encubre en ella, quienes la condenan se, apuntalan o apoyan en su abuso o mal uso y así el demoniaco gobernante convierte a la razón de Estado en idea y práctica demoniaca (10).

Por lo demás, no es la única idea o principio manchado o mal interpretado por su empleo indiscreto. Con frecuencia, para el hombre resulta más fácil comprender la desviación o corrupción del hombre por el poder que la desviación o corrupción de las instituciones, los principios, las ideas, el poder, por el hombre. Se tiene presente y es principio reiterado con trivialidad que el poder corrompe al hombre y el poder absoluto lo corrompe absolutamente (11). En cambio, se olvida o no se repara en la proporción en que el hombre corrompe el poder, en que el poder es corrompido por el hombre que lo ejerce, con terribles consecuencias para quienes lo sufren y para aquellos que lo ejercen. Es sabido que se necesita ver al hombre en el poder para conocerlo. Existe un claro binomio: hombre-poder, poder-hombre, que plantea una mezcla, una conexión en que predomina negativamente el hombre sobre el poder y el poder sobre el hombre, con resultados lamentables para uno u otro o ambos. Si al hombre sólo se le conoce cuando ejerce el poder, al poder sólo se le conoce ejercido por el hombre (12).

Hay un desenvolvimiento paralelo entre soberanía y razón de Estado. Sin embargo, pensamos que es necesario, en la formación del Estado moderno, ver en la razón de Estado una fuente poco explorada en la materia, similar a la teoría de la soberanía y al derecho divino de los reyes. Considerando que el Estado moderno surge de una triple lucha que se da contra el concepto de imperio, la ciudad medieval, las corporaciones y la Iglesia, comprenderemos que debemos situar en una jerarquía similar a la teoría de la soberanía y a la del derecho divino de los reyes la idea de la razón de Estado, como idea en movimiento, pretexto ideológico o móvil operante que conduce o ayuda a la formación del Estado moderno.

Con frase ajena: “El proceso que había de conducir al Estado moderno se inicia, por eso, cuando, en la baja Edad Media, y de forma palmaria desde los siglos XIV y XV, este poder estatal comienza a levantar la cabeza, reaccionando ofensivamente contra dos enemigos, contra las fuerzas supraestatales y contra las infraestatales” (13).

Los procesos no son lineales en su realización ni obedecen a ideas unívocas. Los hechos se enmarañan; las ideas que de ellos derivan o que a ellos contribuyen tampoco son lineales ni están encadenadas a la lógica del resultado. La que deviene teoría clásica del Estado moderno, la soberanía, cuando surge, por abstracta es difícil de entender. Con la teoría de la soberanía, de Bodino, y la del derecho divino de los reyes sucede lo que con numerosas elaboraciones doctrinales. La soberanía de Bodino resulta decisiva a la larga y todavía en ella encontramos algunas respuestas a problemas contemporáneos. La teoría del derecho divino de los reyes fue de repercusión inmediata, de efectos a corto plazo y de práctica reiterada. Con limpieza académica, el clásico estudioso del derecho divino de los reyes, John N. Figgis, (14) lo precisa. El derecho divino de los reyes fue la expresión popular de la abstracta teoría de la soberanía; esta última no predomina como un hecho. El derecho divino de los reyes pone, por así decirlo, la soberanía como un hecho e investida en algo. La mayoría de quienes defienden el derecho divino de los reyes señalan como obligación la no resistencia a su autoridad; pero, paradójicamente, quienes atacan este principio desvían su atención de los reyes a la idea de la soberanía.

A lo anterior hay que añadir que Hobbes no analizó la teoría de la soberanía como algo meramente científico, sino que dentro de su época proclamó la obediencia absoluta y la no resistencia al soberano. Se da, pues, una analogía: “Lo que de análisis de soberanía tiene, es incidental al propósito práctico de inculcar la idea de la no-resistencia; y lo mismo acontece con los campeones del derecho divino.”

Es interesante subrayar cómo Figgis, por un lado, ve el fortalecimiento del Estado amparado en la teoría del derecho divino de los reyes, y por otro, ve cómo los enemigos de esta concepción no se reducen a atacar o controvertir la autoridad real, sino predominantemente la idea de la soberanía, lo cual implica que la contribución de la teoría del derecho divino de los reyes a la formación del Estado moderno tiene dos vertientes: la de aquellos que parapetados en ella defienden la autoridad real, y la de quienes en su contra objetan la teoría de la soberanía; dando esto lugar a una interesante simbiosis y, al mismo tiempo, diferenciación entre la teoría del derecho divino de los reyes y la de la soberanía del Estado.

Ambas concepciones buscan fortalecer el poder real, aunque persiguiendo distintos fines. La teoría del derecho divino de los reyes es tomada por los monarcas mismos. Jacobo I de Inglaterra la expone y defiende. El Patriarca, de Filmer (15), al postular que el monarca gobierna por derecho divino, que meramente es responsable ante Dios y que no puede ser depuesto por ningún poder extraño al propio monarca, está abonando en una forma clara y elemental los argumentos del Estado frente a lo supraestatal y a lo infraestatal.

¿No podría decirse algo parecido sobre la contribución de la razón de Estado a la formación del Estado moderno? (16) De ser como creemos, el conocimiento de la razón de Estado resulta el prólogo, o más que prólogo, la premisa de la historia del Estado moderno y su biografía viene a resultar, en buena medida, la del Estado mismo.

Sabemos que la idea de la razón de Estado fue popular. Paolo Treves, en un libro delicia de bibliófilos (17), tropezó con un pasaje de gran interés:

Esta Razón de Estado... el mundo la inventó para perder la cabeza, ya que, mezclada con todos los asuntos humanos y con todas las necesidades, sean éstas frívolas o graves, útiles o dañinas, formales o divertidas, está presente en todas las bocas, en casa se habla de ella, lo mismo en los burdeles, los nobles la consideran como un culto, los plebeyos pueden elevarse sobre su condición y, junto con los astrólogos, decir que gracias a la razón de Estado se mueven los cielos.

El erudito Treves recuerda que el original y vivaz Ludovico Zuccolo informa que “no sólo los consejeros de las cortes o los doctores de las escuelas, sino incluso los barberos y los despreciables artesanos discuten y cuestionan en las tiendas y en las cantinas sobre la razón de Estado, creyendo conocer qué cosas se hacen por la razón de Estado y cuáles no”.

Teniendo la razón de Estado este arrastre popular, es inimaginable la incitación que despertó en los gobernantes. Con ella disponían de un arma para preservar e incluso ampliar el poder del Estado, sobre todo en el exterior, e indirectamente un instrumento para conservar y acrecentar el poder del gobernante, identificando de esta manera el poder en el Estado con el poder del Estado.

Ha sido planteado que la razón de Estado está vinculada con la idea del Estado óptimo frente a la concepción utópica o, en otras palabras, la razón de Estado se da en la concepción de un Estado que debe mejorarse para conservarse. La concepción utópica se relaciona con una idea al futuro, encaminada a la felicidad. El Estado óptimo se atiene a los datos, a lo dado, a lo que existe e impera, aunque no renuncia a cambiar las cosas.

Remontándonos a los orígenes, encontramos que la utopía anida en Platón y el afán del Estado óptimo en Aristóteles. Se trata de una distinción que no es puramente formal. La concepción utópica intenta cambiar siguiendo un arquetipo y la concepción del Estado óptimo tiene un modelo, una guía, que quiere ser operante de conformidad con lo dado. (19)

Creemos que no existe una oposición insuperable entre la concepción óptima y la utópica. Persiguiendo la utopía se puede recurrir a la concepción óptima. Y este no es argumento único.

Para claridad en el asunto, es peligroso erigir fronteras infranqueables entre la tendencia hacia el Estado óptimo y la utopista. No son raros los casos crepusculares. Las ideas que a veces chocan de frente, suelen dejar a un lado el enfrentamiento, eludirlo, y en otros casos apoyarse mutuamente por coincidencias mayores o menores, entrelazarse y llegar a hermanarse.

Estudiar las interrelaciones entre el pensamiento y la práctica, derivados o conducentes a la razón de Estado, y el pensamiento utópico, depara agradables sorpresas en que se ve cómo se da una interconexión enriquecedora para estas dos líneas de pensamiento. Lejos de ser válido, resulta dudoso erigir separaciones tajantes entre el pensamiento realista y el utópico, perseguir un lugar que no existe y aspirar a un Estado óptimo.

Campanella, movido por la utopía, también escribe sobre la óptima república. Es más, aunque conoce a Tomás Moro, llama a su utopía la óptima república (20). La ciudad del sol es “Statu optimae republicae”. La cuestión de la óptima república, que comprende tres artículos, constituye un importante complemento de La ciudad del sol y aclara su íntimo pensamiento. ¿Y qué más realismo de este utopista por antonomasia —como lo llama Croce— que su intento por conciliar y hacer posible la institución de la Ciudad del Sol a través de una monarquía española con dominio mundial? Releyendo La monarquía española, vemos que este es un libro de hechos y crudas realidades.

Ludovico Zuccolo, que para mí está en la línea de continuidad de la razón de Estado, se mueve con singular agilidad entre el Estado óptimo y la utopía. Otros muchos autores podríamos citar al respecto.

No es posible separar aquello a que se aspira de lo que es necesario hacer para lograrlo. Sería aislar los ideales —que tienen una gravitación, en la evolución de las cosas, como la historia lo comprueba—, de las cosas mismas; sería levantar mojoneras entre los ideales y la realidad, renunciando a modificar ésta y a alcanzar los ideales.

* * *

Agreguemos que tenemos que entender la razón de Estado como un criterio excepcional, no erigida en norma general, ni de gobernantes, ni del Estado mismo. En este carácter de criterio excepcional encontramos parte de su sustancia. Debe recurrirse a la razón de Estado cuando los intereses objetivos —el principal de los cuales es la sobrevivencia del propio Estado— lo demanden.

Señeramente, la expresión nace con De la Casa; el concepto se debe a Maquiavelo. No vamos a ocuparnos de la vasta y profunda concepción del florentino ni a referirnos a su juego tripartita entre la virtud, necesidad y fortuna; la primera sin el contenido moral que antes y después se le asignó, sino como capacidad para la eficacia; la necesidad como una fuerza que actúa sobre el querer interno, dirigido a un fin; y la fortuna, pagana en todo su contorno, como fuerza externa, constriñendo la virtud y la capacidad del hombre para hacer. Tampoco relataremos cómo Maquiavelo aprovechó el ideal medieval de la comuna para arribar al Estado. Únicamente señalaremos que superó imperio, ciudad, comuna, papado, feudalismo, güelfismo y gibelismo; se sitúa también más allá de las “signorías”. La división de Italia en cinco reinos (21) fue un aguijón para luchar por la unidad italiana y precisar sus instrumentos. Igual acicate estuvo constituido por la existencia de Estados nacionales mediante fuertes monarquías en España, Inglaterra y Francia.

Con palabras de Maquiavelo, el papado en ese entonces no tenía la fuerza para unir a Italia, pero sí la tenía para evitar que se uniera. La razón de Estado resulta, por lo tanto, históricamente un medio neutral para la unidad de Italia, puesto que a Maquiavelo no le importaba quién la lograra, con tal que se obtuviera. La conservación, y en este caso la formación del Estado, es un interés objetivo director para el gobernante y para los gobernados. Es una técnica política contenida en sí misma, ajena a lo metapolítico, conducida por un fin rector: la formación, conservación y ampliación del Estado.

Únicamente en el sentido del propósito inquebrantable de unidad italiana, Maquiavelo resulta hegeliano más de tres siglos antes de Hegel, como dice Carlo Sforza (22), pues a Hegel poco le importaba quién obtuviera la unidad alemana, con tal de que ésta se lograra.

En los Discursos a la Primera Década de Tito Livio, Maquiavelo resulta republicano y democrático, creyendo en la virtud colectiva del pueblo; en El Principe, monarquista, creyendo en la virtud del héroe, del príncipe. Es posible que en los primeros estuviera la elaboración doctrinal y en el segundo el concreto caso de Italia y la deprimente condición de su pueblo. Las palabras sobre no confiar en el pueblo se encuentran en El Príncipe y no en los Discursos, lo que abona la tesis que sustentamos. (23)

Nos ocuparemos ahora de aquello que configura la razón de Estado. Por una parte, un poder político secular; por otra, una razón de Estado regida por intereses objetivos para la subsistencia y acrecentamiento del Estado, una política autónoma, al mismo tiempo, de la Iglesia y de la moral, o como dice Heller, “la autonomía de la técnica política racional” (24). La política es puramente política, sin que esto implique desconocimiento de realidades económicas, sociales o culturales; supone, eso sí, su carácter racional, arreligioso y amoral. Todo ello ligado a una finalidad histórica suprema y, al mismo tiempo, circunstancial: la unidad italiana. Por ello, Maquiavelo seculariza la política, el Estado y la historia misma. Debemos tener presente, además, que el florentino es lo que dice y lo que no dice y es también históricamente lo que le atribuyen. Por otra parte, hay quienes sólo siguen de Maquiavelo las máximas, y otros por el contrario, se ocupan solamente del cuerpo doctrinal —existente a pesar de que el autor es asistemático—, prescindiendo de aquéllas.

No olvidemos que Maquiavelo busca la “veritá effettuale”, la verdad comprobable, y que preceptos y cuerpo están vinculados entre sí y obedecen a circunstancias o condiciones y a metas perseguidas. Fines y medios están conectados y esto dota a la obra de una muy especial organicidad.

Para nosotros, el cuerpo de ideas centrales y las máximas forman un todo, un conjunto inescindible. Interpretar las máximas, al margen del cuerpo central, es conformarse con fragmentos que dan la impresión de islas, que por su aislamiento nos llevarían a un mero archipiélago. Estacionarse en el puro cuerpo doctrinal, excluyendo las máximas, es abstraer lo que nació ante circunstancias concretas, es estacionar un cuerpo que surgió en el movimiento y para el movimiento, en la acción y para la acción.

Ocuparse de la razón de Estado en el fluir de la historia obliga a no olvidar la interprenetración entre distintas épocas y corrientes y a no prescindir de los cortes transversales. Consecuentemente, tenemos que considerar tanto a los que continúan la idea, como a aquellos que la invierten y, por supuesto, a los que la desfiguran. Continuidad y discontinuidad, son importantes para obtener el rostro esencial de la razón de Estado.

Trágico es para Maquiavelo que no haya una interpretación unívoca de si lo continúa o no Francesco Guicciardini. Más trágico aún que venga poco después Botero con una razón de Estado antimaquiavélica. La idea de la razón de Estado no sólo aguanta el Concilio de Trento y sobrevive al jesuitismo, sino que inclusive los aprovecha.

* * *

He intentado reseñar algunos criterios para un estudio general sobre la materia; meros esbozos y apuntes para una tarea mayor. Subrayo que en este quehacer habrá que dedicar tiempo y reflexión a los orígenes de la razón de Estado. Con particular énfasis en el laberíntico siglo XVII, en el significado de las dos Contrarreformas, para usar la insistente terminología de Tierno Galván: la primera, la del Quinientos, “de sentido predominantemente religioso”, ocupándose de los problemas fundamentalmente éticos; la segunda, la del Seiscientos, que da primacía a lo político, transformando los problemas prioritariamente en políticos. Habrá también que estudiar minuciosamente algo que influye en un largo trecho y que se entrevera en varias corrientes: el tacitismo y el antitacitismo. Asimismo, el significado de la figura de Fernando de Aragón, ejemplo de príncipe, puesto por Maquiavelo y Guicciardini (26), y la trascendencia de la literatura emblemática. (25) Habrá en esta investigación que superar interpretaciones divergentes sobre autores clásicos. Los casos de Guicciardini y Zuccolo se repiten en España y en Francia. Sin embargo, creemos que los esfuerzos que este trabajo exige valen la pena.

La ciencia política o, con modestia, la teoría política, vive una crisis; en parte motivada por el abandono en que ha quedado el estudio del Estado y su concepción (27), lo que quizás demande, para superar esta crisis, volver al Estado, a su gravitación en la teoría política, y qué mejor manera de ayudar a ello que estudiar algo a que por una leyenda siniestra se le tiene asco: la razón de Estado. De no resucitar el Estado, en la teoría política predominará un pobre y deslavado neopositivismo, del cual ya tenemos evidentes ejemplos.

El título de nuestro trabajo, “En busca de la razón de Estado”, no tiene otro sentido que el que Alexis de Tocqueville nos da cuando dice que conocer es buscar; no otra limitación que la que Francesco Guicciardini establece al asentar que conocer no es realizar, lo que nos incita a finalizar este ensayo con una interrogación; ¿es acaso posible realizar sin conocer?

 

 

Notas:

* EN BUSCA DE LA RAZÓN DE ESTADO. Trabajo presentado por Jesús Reyes Heroles, en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, España, el 26 de mayo de 1981, terminó de imprimirse en la ciudad de México a iniciativa y con prólogo de Jesús Castañón Rodríguez, el miércoles 7 de julio de 1982, en los talleres de “La Impresora Azteca”. La edición consta de 2,000 ejemplares en papel cultural A. M. de 90 gr. y estuvo al cuidado de Miguel Ángel Porrúa.

 

1.- Widar Cesarini Sforza: “L'etema ragíon di Stato”, en Cristianesimo e Ragion di Stato. 11º Congreso Internazionale di Studi Umanistici, 1952. Centro Internzionale di Studi Umanistici. Roma, Fratelli Bocca Editori, 1953, pp. 5-7. Según este autor, el Estado siempre ha tenido y habrá de tener su razón, sea divina o sea natural. En el fondo, entre ambas se da la relación de la ciudad terrena y la divina. De aquí que Cesarini Sforza hable de la eterna razón de Estado. Esto no impide mutaciones engendradas, entre otras cosas, por el poder del Estado. Por su parte, Paolo Treves, en La ragion di Stato nel sécolo XVII in Italia (Firenze, Rivista “Civilita Moderna”, 1931), dice que esta idea “no sólo se mantiene decididamente viva, sino que parece escapar para siempre a la muerte”.

2.- J. Ferrari: Histoire de la Raison d'Etat. París, Michel Levy Fréres, Libraires-Editeurs, 1860. El libro de Ferrari es muy decimonónico y disparejo. Junto a valiosas páginas, encontramos extravagancias y errores históricos: indispensable, sin embargo, para el estudio de la literatura política italiana. Pertenece a la corriente democrática y no carece de sentido social. Ferrari es discípulo de Romagnosi y cae en el fenomenismo, va detrás de los hechos. Su línea es continuada por Giovanni Bovio (véase: Rodolfo Mondolfo. La filosofía política de Italia en el siglo XIX, Buenos Aires, Ediciones Imán, 1942, pp. 16, 20, 21 y 127). Por otra parte, Benedetto Croce (Teoría e historia de la Historiografía, Buenos Aires, Ediciones Imán, 1953, p. 92) señala que Ferrari concibió una teoría de los periodos históricos generacionales. Ferrari habla del Resurgimiento como Surgimiento. Fue editor de Vico (Guido de Ruggiero, Storia della Filosofía, tomo IV, “Da Vico a Kant”, Bari, Editoria Laterza, 1952, pp. 23, 26-27). Croce, en Uomini e cose della vecchia Italia ÍGius Bari. Laterza & Figli, 1956, Serie Prima, Cap. VII. p. 201 y sigs.) se ocupa tanto del Curso sobre escritores políticos italianos como de la Historia de la razón de Estado de Giuseppe Ferrari. Croce señala que son libros fundados en una vastísima lectura.

3.- Para el efecto, lo mismo vale hablar de su quiebra. Gonzalo Fernández de la Mora; La quiebra de la razón de Estado. Madrid, Ateneo, 1952.

4.- Friedrich Meinecke; La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna. Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1959, pp. 28 y 31.

5.- La expresión “Razón de Estado” nace, según informa Ferrari [op. cit., p. vi del Prefacio), con monseñor De la Casa, cuando se intentaba sacrificar a la Iglesia en una insurrección contra los dioses de la Edad Media. Según Ferrari, era una especie de nigromancia política y al denunciarla De la Casa a Carlos V, la bautizó con el nombre de Razón de Estado, “palabra más poderosa que su pensamiento”. Se trata de Giovanni de la Casa, nacido en 1503, quien inicia la carrera eclesiástica “no por vocación, sino por puro cálculo”. La Orazione per la Lega y la Orazione a Carlo V per la restituziont di Piacenza representan una de las pruebas de la elocuencia del “Cinquecento” o siglo XVI. Literato y poeta (Storia della Letteratura Italiana. Direttori: Emilio Cecchi e Natalino Sapegno, Milano, Garzanti Editore, 1976, vol. IV, pp. 434-435.) Según Recaredo Fernández de Velasco, es hombre manirroto, disipado y libertino. {Referencias y transcripciones para la historia de la literatura política de España. Madrid, Editorial Reus, S. A., 1925, p. 10.) El dato del origen de la expresión, señalado por Ferrari, se repite asiduamente en numerosos textos.

6.- Meinecke, op. cit., p. 3.

7 Miguel Reale: “Crístianesimo e ragion di Stato nel Rinascimento lusitano”, en; Crístianesimo e Ragion di Stato, 11º Congresso Internazíonalc di Studi Umanistici, 1952, cit., pp. 133-159.

8.- Ludwlg Pfandl: Historia de la literatura nacional española en la Edad de Oro. Barcelona, Sucesores de Juan Gilí, S. A., MCMXXXIII, p. viii.

9.- Ernst Cassirer. El mito del Estado. México. Fondo de Cultura Económica, 1947, p. 138.

10.- En los escritores españoles de la Edad de Oro la idea de lo demoníaco de la razón de Estado es común; por ejemplo, en Francisco de Quevedo y Villegas (Política de Dios y gobierno de Cristo, en Obras, Madrid, Juan de Oritzia, 1724). Por otro lado, Jean Danielou (“Le demoniaque et de la raison d'Etat”, en Cristianesimo e Ragion di Stato, cit., p. 27) dice que: “El pensamiento de Maquiavelo nos deja entrever que la razón de Estado tiene algo que ver con lo demoniaco”. Danielou sólo en el origen encuentra la aproximación: “Yo quisiera mostrar que esta es la expresión de un enlace entre el campo de las naciones y el de los ángeles”, y agrega: “La doctrina de una repartición de las naciones entre los príncipes celestes y una correspondencia entre cada nación y su príncipe es común a toda la antigüedad tanto griega como judía y cristiana.” Y Luis Díez del Corral {De historia y política, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1956, p. 271) habla de la contención impuesta “a las fuerzas demoniacas de la «razón de Estado» por las ideas confesionales, el ideal humanitario de la Ilustración y el moderno individualismo”. Agrega que con la crisis de éste, la contención se hace tenue, llevando a la razón de Estado a un franco desequilibrio: se fortalece su fuente material y se debilita aquella que ve a la moral y al espíritu.

11.- John Emerich Edward Dalberg Acton: Ensayo sobre la libertad y el poder. Traducción de E. Tierno Galván. Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1959, página 487. Principio que ha servido como argumento para condenar las acciones imprescindibles del Estado y que se ha esgrimido yendo más allá del texto de Lord Acton. Frecuentemente se altera la frase, suprimiendo el “tiende”. Ya no es tendencia, el poder corrompe. Pero, a más de ello, la frase de Acton, aun literal fuera de su contexto, va más allá de la intención. En efecto, en la carta de Lord Acton a Creighton, el 5 de abril de 1887, se está combatiendo el fariseísmo en la historia: el juzgar al papa o al rey de manera distinta a como se juzga los demás hombres, partiendo de la presunción de que no se equivocan. Es ante este fariseísmo que Acton dice: “Si existe alguna presunción, va en contra del poder, aumentando según el poder también aumenta. La responsabilidad histórica aumenta en proporción a la responsabilidad legal. El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los grandes hombres son por lo general malos, incluso cuando ejercen su influencia y no su autoridad; aún más cuando se añade a la tendencia o a la seguridad de la corrupción, la autoridad. No hay peor herejía que la que dice que el cargo santifica al que lo tiene.” Este riesgo aumenta conforme el poder se ensancha. Acton sostiene que la responsabilidad histórica se incrementa con la responsabilidad legal, existiendo al respecto un creciente paralelismo. Hablando de la naturaleza mala de los grandes hombres, se refiere no sólo a los que ejercen autoridad, sino también influencia. En el párrafo final de la cita se ve su oposición a la sacralización del hombre por ocupar el cargo: el cargo no santifica.

12.- Vale la pena recurrir a Romano Guardini: “Ya Sócrates habría dicho; «Amigo mío, olvidas al que es más profundamente perjudicado en caso de abuso del poder; ¡aquel que lo ejerce!» Y a la objeción de que éste ya sabría protegerse, el viejo sabio habría contestado; «El peligro no le viene de fuera: con tal peligro podría arreglárselas. Le viene de dentro: de sí mismo. El poder tiene la propensión a un uso cada vez más fuerte, o sea, a un uso que desprecia toda norma por encima de él. Entonces, el que sucumbe a él, cree que domina los demás; pero en realidad él mismo es el dominado y por cierto, por su propio poder.»“ El hombre pierde la capacidad de reposar, que es polo complementario del hacer, tal como el silencio es polo complementario de la palabra. De aquí que: “El futuro del hombre descansa realmente en que alcance la capacidad de sujetar la tendencia al poder y la ganancia, mediante la renuncia y la superación de sí mismo.” {El hombre incompleto y el poder, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1960, pp. 15, 17 y 23.) Un mandato humanista hay en Guardini; “El sentido de nuestra época, su tarea central, será la de ordenar el poder de modo tal que al hombre le sea posible usarlo y al mismo tiempo subsistir en tanto hombre”, pues “en sí el poder no es ni bueno ni malo; sólo adquiere sentido por la decisión de quien lo utiliza. Ni siquiera es, por sí mismo, constructivo o destructivo, tan sólo ofrece todas las posibilidades, al estar regido esencialmente por la libertad”. Curiosamente, Guardini comprende a la razón de Estado. En un planteamiento universal, el hombre tendría que abarcar Jo dado; la teoría le permitiría obtener una estructura y: “La razón de Estado decide acerca de los resultados de conjunto que se deben perseguir”. La técnica se ocuparía de los métodos para conseguirlos. (El Poder. Ensayo sobre el reino del hombre. Buenos Aires, Ediciones Troquel, 1959, pp, 9, 17. 18 y 60.)

13.- Werner Naef; La idea del Estado en la Edad Moderna. Madrid, Ediciones Nueva Época, 1947, p. 8.

14.- John N. Figgis: El derecho divino de los reyes y tres ensayos adicionales. México, Fondo de Cultura Económica, 1942, p. 183.

15.- El Patriarca, de Filmer, fue publicado por primera vez en 1680. Defiende la teoría del derecho divino, como base y fundamento del poder político. El esplendor de la teoría con Filmer se alcanza en el siglo XVIII. Robert Filmer: Patriarcha o El poder natural de los reyes. Madrid-Barcelona, Espasa Calpe. Colección Universal, MCMXX. Traducción de Pablo de Azcárate. Patriarcha and other political works of Sir Robert Filmer, with an introduction by Peter Caslelt, Basil Blackwell, Oxford, 1949.

16.- Es superficial sostener, como lo hace Passerin D'Entreves, que el éxito de la razón de Estado en Italia sólo refleja uno de los más tristes periodos de la historia, pues cuando ello ocurre, la teoría moderna del Estado en otras partes de Europa toma forma, abordando desde un ángulo nuevo el problema del poder: la teoría de la soberanía, que después de un periodo de incubación es formulada definitivamente. (Passerin D'Entreves: La Notion de l'Etat. París, Ed. Sirey, 1969, p. 55 y siguientes.).

17.- Op. cit.

18.-Bruno Widmar: Scrittori Politici del '500 e '600. Milano, Rizzoli Editore., 1964. Introducción, pp. 9, 11, 13, 14 y, 17.

19.- Tommaso Campanella; Monarchia Hispánica. Amsterodomi, apuo Ludovicum Eleuzerium, 1653. Scritti Scelti di Giordano Bruno e Tommaso Campanella, a cura di Luigi Firpo. Unione Tipográfico-Editrice Torinese, 1973; p. 253 y sigs.

20.- El título de óptimo reino, óptima política, es usado reiteradamente desde el siglo XI, unas veces para indicar eficacia y otras en sentido ideal.

21.- Cuando escribía Maquiavelo, Italia estaba dividida en cinco grandes reinos; el reino de Nápoles, el ducado de Milán, la república aristocrática de Venecia, la república de Florencia y los Estados Pontificios.

22. El pensamiento vivo de Maquiavelo, Buenos Aires, Editorial Lozada, 1941, página 18.

23. Niccolo Machiavelli: Tutte le Opere di Niccolo Machiavelli. A cura di Francesco Flora e di Carlo Cordié. Italia, Amoldo Mondadore Editore, 1949. (Il Príncipe, Caps. XV-XVIII, pp. 49-57; Discorsi, Cap. I, pp. 95-96 y 116, Cap. II, páginas 98-101, Cap. III, p. 41, Gap. L, pp. 201-202.)

24.- Hermann Heller: Ideas políticas contemporáneas. Barcelona, Editorial Labor, 1930, p. 24. Este autor nos dice: “La más grandiosa secularización del poder político se manifiesta en las obras de Maquiavelo, quien, bajo el influjo de la Antigüedad enseñó la ragione di Stato emancipada de la Iglesia y de la Moral, la autonomía de la técnica política racional.”

25.- Enrique Tierno Galván: El Tacitismo en las doctrinas políticas del Siglo de Oro español. Anales de la Universidad de Murcia, Cursos 1947-1948, cuarto trimestre, p. 89.5 y sigs.

26.- Maquiavelo, en el capítulo XXI de El Principe (Tutte le Opere di Niccolo Machiavelli, cit., p. 60 y sigs.), refiriéndose a Fernando de Aragón, dice que resulta “cuasi príncipe nuevo”; él ha devenido el primer rey de los cristianos. “Sus acciones son grandes y extraordinarias.” Admira a Maquiavelo cómo Fernando, con escasa y débil fortuna, se levantó a la grandeza. Lo califica también de sabio, en algunas de sus comunicaciones diplomáticas. Puede verse a este respecto: Ramón Menéndez Pidal, Los Reyes Católicos según Maquiavelo y Castiglione, Madrid, Publicaciones de la Universidad de Madrid, MCMLII. En cuanto a Guicciardini (Ricordi 142), señala que el Rey Católico en sus acciones, movido por su propio interés, supo siempre hacer parecer que sus acciones eran por aumentar la fe o en defensa de la Iglesia. Señala que fue embajador ante el rey don Fernando de Aragón, “príncipe sabio y glorioso”, y elogia su táctica de que se divulgase que el rey por distintas razones tenía que hacer algo que él en el fondo pretendía (Ricordi 51). En otra parte llama a Fernando de Aragón “príncipe potentísimo y prudentísimo”, y por último, elogia la táctica a que antes nos hemos referido, que “es lo que dio gloria a las empresas del Rey Católico” (Ricordi 142).

27.- Javier Pérez Royo; Introducción a la teoría del Estado. Barcelona, Editorial Blume, 1980. El autor señala que, “en general, puede afirmarse sin temor a exagerar que el concepto de sistema político ha sustituido por completo al de Estado en la ciencia política actual, llegando a darse el caso de que incluso cuando se hace referencia a la actividad o a las tareas del Estado, se prefiera hablar de «gobierno» (Governmen Regierung) antes que utilizar el concepto de Estado” {op. cit., pp. 8-9). Es interesante apuntar la paradoja de que cuando ideológicamente dominaba la abstención del Estado, el concepto Estado era instrumento definidor, y hoy, en que la intervención del Estado priva, “la ciencia política considera que el Estado no debe constituirse en núcleo central en tomo al cual ella deba articularse” (op.cit., p. 10). Como dice Pérez Royo, es una tendencia general. Hay estudios en que se centra la investigación en lo relativo al Estado; por ejemplo los de Nicos Poulantzas, a saber: Hegemonía y dominación en el Estado moderno, Argentina, Siglo Veintiuno, 1975; Las crisis de las dictaduras, México. Siglo Veintiuno, 1976: Las clases sociales en el capitalismo actual. México. Siglo Veintiuno. 1980; Poder político y clases sociales en el Estado capitalista, México, Siglo Veintiuno, 1980; Fascismo y dictadura, México. Siglo Veintiuno. 1980; Estado, poder y socialismo, Madrid. Siglo Veintiuno, 1980. Desde otra perspectiva y en menor escala, véase Ralph Miliband: El Estado en la sociedad capitalista (México, Siglo Veintiuno, 1980) y Marxismo y política (Madrid, Siglo Veintiuno. 1978). Tendencias que persisten hacia mediados de los sesentas pueden verse en: Harold D. Lasswell, El futuro de la ciencia política, Madrid, Editorial Tecnos, 1971.